El niño que se va
El viernes 12 de octubre yacía en el
velatorio Funerales Hernández de Querétaro el cuerpo de mi tío Javier. El
cuarto de los hermanos de mi papá, pero el tercero en morir, se anticipó a
elegir ese lugar. La razón: la funeraria tenía estacionamiento propio y así,
cuando muriera, la gente lo iría a ver. Cuando mi primo lo explicó, fue
inevitable que todos los que estábamos ahí riéramos, a sabiendas de que una
reflexión así de mágico-maravillosa sólo es posible que surja en la menta de
alguno de los seis hermanos. Mis primos y yo recordamos un par de anécdotas más
relacionadas con todas esas manías propias de los Vázquez: lavar la parrilla
del coche con el cepillo de dientes, limpiar el techo del mismo con una
navajita, ordenar y clasificar todo, anotar cada cosa y hacer cuentas de lo que
no hay que contar, coleccionar ropa interior de mujer, etc., etc., etc. Y reímos muchos. Y luego,
también, lloramos mucho. Lloramos justo por todas esas risas que siempre nos han
dado, lloramos porque tenemos miedo de no reconocernos sin ellos, tal vez
también lloramos porque es una forma de no olvidarlos, lloramos porque honramos
su genialidad, por su forma tan suave de ver la vida y por cómo nos la
enseñaron a ver, pero, sobre todo, lloramos porque, cuando hemos amado tanto a
quienes se van, dentro de nosotros muere una parte del niño interno, e, inevitablemente, nos vemos obligados a crecer.
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